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Todos los nombres de las aves

  • Foto del escritor: Gabriela Solis
    Gabriela Solis
  • 17 dic 2024
  • 14 Min. de lectura


 

I

 

El sonido intermitente del monitor cardiaco me calma. Al principio, cuando recién te internamos, me irritaba casi hasta la locura. Mientras te hacía compañía intentaba leer, responder correos de trabajo, ver cualquier cosa que estuvieran dando en la televisión: todo imposible, todo interrumpido por el bip-bip-bip que se colaba como una mosca en mi cabeza y me impedía tener otro pensamiento que no fuera “mi padre se está muriendo”.

 

Después de un par de meses, me fui acostumbrando hasta que el sonido se volvió una presencia tranquilizadora por ser la única constante entre tanta incertidumbre y porque le añadió una coda a mi único pensamiento: “mi padre se está muriendo, pero no todavía”. Cuando me quedo dormida en el sillón y despierto repentinamente, aterrada porque te hayas podido ir durante los minutos que cerré los ojos, el bip-bip-bip me devuelve a la tierra de los números y las certezas médicas. Frecuencia cardiaca: 70, 82, 66. Respiro hondo y vuelvo a dormitar un rato, sumergiéndome –sin culpa, a diferencia de como me pasa en la vigilia– en la sorpresa de que sea tu hospitalización lo que nos reunió, tan cercanos como no lo estábamos desde que yo era una niña y observábamos las aves juntos.

 

Es sólo en la duermevela, ese estado que suele ser brumoso para la mayoría pero que para mí es liberador, que puedo aceptar con tanta franqueza la inminencia de tu muerte.

 

II

 

Cuando era niña, quería estar siempre a tu lado. Si arreglabas un foco, yo estaba a tu lado pasándote las herramientas. Si trabajabas en tu despacho, yo te acompañaba coloreando en silencio. Si había que llevar un aparato electrónico a una de sus incontables reparaciones, yo era la primera voluntaria para ir contigo. Me gustaba el caos que era el centro de la ciudad: esquivar vendedores, llenarme la nariz con el olor de las garnachas, verte regatear y triunfar cuando encontrabas un precio más barato. Mi madre, que siempre tenía miedo de todo, te rogaba que me cuidaras mucho cuando íbamos a esos paseos citadinos, que no me quitaras el ojo de encima, que me tomaras de la mano en todo momento. Sus súplicas nos fastidiaban porque donde ella presentía peligro, nosotros veíamos aventura. Era una adrenalina muy urbana y poco peligrosa, pero en la Ciudad de México era lo más parecido a bajar al Infierno sin quemarse. Regresábamos victoriosos con una impresora que funcionaba de nuevo.

 

Mi madre también le temía a la naturaleza, creo que incluso más que a la ciudad. Cuando íbamos a la playa, por ejemplo, prefería quedarse en el hotel porque no soportaba la angustia de vernos en el mar. Me encantaría saber qué fantasías trágicas rondaban su mente y por qué en vez de intentar deshacerse de ellas –yendo a terapia, o escribiendo, o pintando– las hizo inquilinas permanentes. Por eso, cuando en tu crisis de los 40 te dio por querer explorar los bosques y las montañas, ella se negó a acompañarte. Estoy segura de que imaginaba caídas mortales desde el risco más alto, coyotes hambrientos, ríos imposiblemente caudalosos. Pero para eso estaba yo, tu fiel camarada con todo el arrojo de mis 10 años.

 

El recuerdo de ese par de años en que nos volvimos una versión chilanga de Indiana Jones es de los más felices de mi vida. Atacamos la misión con seriedad, llenándonos de manuales y guías. No correríamos el riesgo de no saber montar una tienda de campaña o de no poder encender un fuego y morir congelados, dándole la razón a los temores de mi mamá. El ritual de armarme con mi sleeping bag rosa, mi cantimplora de Hello Kitty y una mochila que sobresalía dos palmos sobre mi cabeza me llenaba de una emoción insoportable, casi dolorosa. Era la preparación para pasar un fin de semana solos tú y yo, la confirmación de que me considerabas una compañera de aventuras digna, alguien que era interesante y no te aburría.

 

Buscábamos parques y bosques cercanos a la ciudad porque no querías dejar a mamá sola más de un par de días, y eso me frustraba. ¿Por qué no podía ser valiente y venir con nosotros? ¿O por qué no se iba a pasar unos días con mi abuela y nos dejaba en paz? Me tomó mucho tiempo entender que esta era una de tus silenciosas manifestaciones de ternura hacia ella: tomar en cuenta su angustia al momento de hacer planes. Nos despedía con un beso, una bendición y una retahíla de ruegos asustadizos que tú y yo tomábamos a broma.

 

–      ­¿Qué crees que tu mamá nos vaya a pedir la próxima vez? – me preguntabas cuando encendías el auto y nos poníamos en marcha. 

–      Que nos envolvamos en plástico burbuja – respondía divertida.

–      Que por favor aprendamos lenguaje oso por si tenemos que negociar las truchas con alguno – seguías, y así empezaba nuestro camino, con carcajadas y complicidad.

 

Nuestra rutina era casi siempre la misma. Llegábamos el sábado temprano y nos establecíamos: a veces era en una cabaña, pero cuando se podía acampar en una tienda de campaña siempre tomábamos esa opción. Implicaba más compromiso y nivel de formación porque no cualquiera puede armar una tienda de campaña o encender una fogata. Nos hacía sentir que éramos campistas de verdad y no turistas. Yo no quería la tranquilidad sino el esfuerzo: merecer estar ahí. Por ese entonces me acechaba la preocupación ­–completamente infundada, ¿quién sabe cómo un niño elige sus desasosiegos?– de que quizá habrías preferido hacer estos viajes con un hijo varón, así que intentaba comportarme como imaginaba que lo hacían los niños: con valentía, mostrándote que era fuerte y no necesitaba mucha ayuda para hacer las cosas (aunque sí la necesitara y tú me la dieras amorosamente), siempre escrutando el mapa de tu cara para descubrir si mi comportamiento te complacía. El corazón me latía con fuerza cuando sonreías porque ponía bien una estaca o leía correctamente la brújula. ¿Por qué una niña necesita tan profundamente la aprobación de su padre? ¿Qué certezas funda, qué inseguridades desvanece? ¿Qué clase de hechizo es, qué conjuro de fortaleza profiere?

 

Después de establecernos, desayunábamos. Me enorgullecía mi capacidad de aguantar el hambre y que no estuvieras preguntándome todo el tiempo si estaba bien. Comíamos unas quesadillas o una sopa de hongos y entonces atacábamos el propósito particular del viaje. Tú amabas el orden y el conocimiento, y no te gustaba ir a ningún lado sin un propósito o irte sin aprender nada. Si había una montaña, el plan era escalarla. Si había un río, pescar y conocer la fauna que había en él. Si era un bosque, estudiábamos los tipos de árboles. Pero hubo una actividad que se volvió constante, fuéramos a donde fuéramos, y era estudiar las aves. La ornitología fue una de nuestras fascinaciones compartidas, junto con los Beatles, los cacahuates japoneses y el agua de tamarindo. Compraste un manual pequeño, lleno de dibujos y datos, y prácticamente lo memorizaste. Era como si toda esa información ya estuviera en tu mente y el libro solamente la trajera a la superficie. Caminábamos con binoculares en mano y nos deteníamos largo rato cuando escuchábamos trinos, quedando envueltos entre árboles y música. A veces volvía de nuestros viajes con el cuello adolorido de haber estado mirando hacia arriba tanto tiempo. Las aves te provocaban una alegría singular, infantil: la que no está ligada a nada en particular, el puro gozo de estar vivo. Una noche, frente a la fogata, hacíamos notas de las aves que habíamos visto ese día. Yo las dibujaba en un cuaderno, pero luchaba por recordar los nombres. A ti te bastaba echar una mirada a mi dibujo para saber exactamente cuál era. Al principio, verificaba cada nombre en nuestro manual, pero siempre eran correctos. Asombrada, te dije:

 

–      ¡Papá, te sabes todos los nombres de las aves!

 

Te reíste con cariño.  

 

–      Todos los nombres de las aves no es lo mismo que el nombre de todas las aves – me explicaste. Esto último quiere decir que puedo nombrar muchos tipos de pájaros, lo cual es más o menos cierto. Lo primero es una idea bonita, pero irreal: que un ave tenga más nombres, además del popular y el científico, y que yo los conozca todos.

 

Nos gustó tanto la idea que inventar todos los nombres de las aves se convirtió en nuestro juego favorito. El mirlo no sólo era mirlo y Turdus merula; también era Jacobo Villancico y Titus el Riguroso. El petirrojo era Erithacus rubecula, Legua de Fuego, Cerillito Confundido. Yo buceaba en mi mente para encontrar adjetivos cada vez más delirantes que te hicieran llorar de risa. Esas veces –­pocas, pero grabadas para siempre en mi memoria– te vi hacer dos cosas que en ti eran una extrañeza: llorar y reír a carcajadas.

 

III

 

Después vino la sangre, mi sangre, y con ella la madurez, las peleas, el alejamiento. El asombro al darte cuenta de que tu ídolo tiene pies de barro, la intuición de tu propia estupidez por no haberlo notado antes. La traición indescifrable: ¿cómo te atreves a no ser quien yo creí que eras? ¿Cómo te atreves a ser humano y falible? La rabia, las ganas no sólo de tirar al héroe del pedestal, sino de volver añicos su estatua, saltar sobre las piedras en que ésta se rompa hasta pulverizarlas, hacer que el mar cambie su curso y enjuague los rastros de ese culto extraño y vergonzoso, borrando sus huellas para siempre. Seguir el curso de la naturaleza y, como todos los adolescentes antes que yo hicieron, erigirme a mí misma como el nuevo ídolo invencible.  Para qué contar la historia, todas las separaciones son la misma: no importa la grieta, sino la ruptura a la que lleva.

 

No supimos navegar esa nueva realidad en donde no éramos más el sabio y la aprendiz, sino dos adultos. Primero elegimos la confrontación, cuyo incendio se fue apagando de a poco hasta llegar a la indiferencia. Cuando enfermaste ya teníamos años de sólo vernos en los eventos familiares inescapables –la Navidad, las bodas–, donde procurábamos no hablar demasiado porque sabíamos que terminaríamos peleando. Y entonces tu enfermedad cayó como un relámpago. No hubo convalecencia ni debilitamiento; de un día para otro estabas en una cama de hospital, dormido y con el cuerpo lleno de sondas. Como un relámpago, también, revivió mi cariño por ti. Al verte tan frágil, me inundaron las ganas de cuidarte y estar contigo, de mantener una conversación silenciosa, posible únicamente bajo estas circunstancias. Parece que uno de nosotros tiene que ser débil para que podamos estar bien juntos. Ahora es tu turno ante la indefensión.

 

He traído un libro distinto cada día pensando que ahora sí podré leer, pero cada que lo intento las letras se me confunden y mi mente obsesiva vuelve a recordar palabra por palabra el último reporte del doctor, examinando si en algo de lo que dijo se podría interpretar, entre líneas, que vas a mejorar. Odio a todos los idiotas que dicen que se lee para escapar, pero en este momento nada me gustaría más que poder concentrarme lo suficiente para sentir otra cosa que la angustia permanente de no saber si volveré a escuchar tu voz, la frustración de no poder recordar nuestra última plática, la culpa por recordar demasiado bien nuestra última pelea.

 

Me gusta tanto leer porque a ti te gustaba leer. Te gustaban las historias y no sólo eras un cuentista nato, también eras un improvisador talentoso. Las noches de domingo eran especiales porque me contabas un cuento para dormir, o más bien, te inventabas uno. Te hincabas al lado de mi cama, encontrabas una posición donde tu rodilla mala no te molestara, y te ponías a narrar. Las historias eran tan buenas que casi siempre tenían el efecto contrario del deseado: en vez de hacerme dormir, me quedaba horas despierta pensando en los personajes y tratando de continuar la trama en mi mente. No sé si me puedes escuchar, pero voy a contarte una de las historias que tú inventaste y que, en mi niñez, me dejó muy confundida. Aquella vez que la terminaste de contar, lloré mucho cuando ya me habías dado un beso y apagado la luz. No sabía por qué lloraba, sólo sabía que tenía muchas ganas de hacerlo. Esta historia, infantil pero sombría, se quedó conmigo para siempre. En momentos de mi vida en que me he sentido desolada, me la he contado como un mantra: no sé si para ahondar en la tristeza o para salir de ella. Te voy a contar esta historia aunque no me puedas escuchar, para revivir ese vínculo secreto y poderoso que alguna vez nos unió:

 

En su pueblo no había ríos ni mar, así que aprendió a nadar en la arena del desierto. No sabía bien cómo lo había conseguido, ni si alguien más sabía hacerlo. Simplemente un día, en una de sus largas caminatas solitarias, se quitó las sandalias y sus pies se fueron sumergiendo en la arena. Poco a poco el resto de su cuerpo también se hundió, pero Jahid no se sintió atrapado sino ligero. Comenzó a bracear y a patalear, y así avanzaba poco a poco, sacando la cabeza de vez en vez para respirar. No podía abrir los ojos, pero no necesitaba hacerlo: era como si cerrándolos se le apareciera el mapa subterráneo del desierto. 

 

Jahid vivía solo con su madre, y cada día tenía que ayudarle a dar de comer a las gallinas, llevar a pastar a la vaca y ordeñarla. De todos los animales, sólo ésta última tenía nombre: Milena. Jahid se lo puso en secreto: era el único ser con el que platicaba y sentía raro no poderla diferenciarla del resto de las vacas del mundo. No podía hablar con su madre porque, ¿qué podían tener en común un niño de ocho años y una señora? Además, su mamá siempre estaba triste, cantando para sí una canción desconocida mientras miraba a ningún lado.

 

La escuela a la que iba era muy pequeña, apenas un puñado de alumnos asistía. No es que no hubiera niños, sino que la mayoría se quedaba a ayudarle a sus familias con los diferentes negocios que tenían: vender fruta, ganado, semillas, o flores. Los niños que trabajaban se habían saltado la infancia para convertirse en adultos chiquitos, y veían con desprecio –como los adultos de verdad– a los chicos que iban a la escuela. Jahid se sentía avergonzado de estar aprendiendo matemáticas y geografía en vez de convertirse en alguien útil, pero su mamá insistía en que fuera al colegio porque no necesitaba su ayuda. En el mundo entero sólo Milena lo necesitaba: dependía enteramente de él para comer y para no morir de dolor por la leche acumulada en sus ubres. Y por eso Jahid la quería tanto.

 

Después de la escuela había poco qué hacer en casa. Su mamá se iba al mercado a vender la leche, mantequilla y queso que obtenían de la vaca y regresaba hasta que se hacía de noche, cansada y sin ganas de hablar. Jahid se calentaba un tazón de la sopa que su madre había dejado hecha, partía un pedazo de pan y se iba a comer con Milena. La vaca estaba en una pequeña choza que hacía las veces de granero y, aunque no mostraba ninguna emoción particular al verlo entrar cada tarde, a él le gustaba la tranquilidad de no tener que fingir ser alguien más con ella. Jahid le contaba sus penas a Milena, su falta de amigos, cómo añoraba el que hubiera suficientes niños en la escuela para jugar al fútbol y el miedo que le daba que se le olvidara cómo hablar porque estaba sumido en el silencio casi todo el día. A veces lloraba y se veía reflejado en los grandes ojos negros de Milena sin pupila ni párpado. Le consolaba que la vaca seguía masticando sin importar qué tan vergonzoso o triste fuera lo que le contara. Después de comer se recargaba en el costado de Milena y el calor que irradiaba, junto con el sopor que le venía cuando se terminaba la sopa, lo arrullaban. Esa pequeña siesta cotidiana era el momento favorito de Jahid porque soñaba que iba a la Luna, que era el rey de un castillo de oro, que tenía una familia con muchos hermanos y tíos que hacían fiestas ruidosas, que había más hombres que él en el mundo y que todos lo querían.

 

Sólo podía practicar el nado en la arena los fines de semana, cuando tenía tiempo para hacer la caminata larga hasta el desierto. Se estaba enfocando en perfeccionar diferentes estilos de nado cuando un día se topó con una cueva secreta. Cubierta por la arena, pasaba desapercibida ante todo aquel que no supiera nadar bajo las dunas. Jahid no tuvo tiempo de preguntarse cómo es que la arena no cubría la pequeña entrada, tan diminuta que sólo el cuerpo de un niño de ocho años podía caber. Se metió y tembló al estar dentro de la piedra oscura y fría. No había luz, pero el nado en arena lo había acostumbrado a ver con los ojos cerrados. Avanzó con certeza por la cueva, divirtiéndose con el eco que le regresaba su nombre al gritarlo. Parpadeó y se talló los ojos para enfocar mejor: sí, una llama azul titilaba al fondo de un largo pasillo. Caminó hasta ella y se dio cuenta de que la flama tenía rostro: unos ojos huecos y una boca que sonreía. Sintió miedo, pero no se movió.

 

–      No pensé que te tomara tanto tiempo llegar aquí – dijo la flama con su boca deforme. Jahid no contestó y el fuego azul siguió hablando.

 

–      Te he visto nadar todos estos años; incluso pasaste alrededor de mi cueva un par de veces… Pensé que no querías entrar por miedo, pero veo que sólo ibas distraído. No importa, yo debía esperarte de todas formas, así te tardaras un siglo en llegar.

 

–      ¿A mí? –preguntó Jahid, tragando saliva con dificultad.

 

–      Sí, sólo a ti. La profecía dice que mi secreto está destinado sólo al que puede nadar en el desierto, ese que puede transformar lo sólido en líquido, lo denso en fluido.

 

–      ¿Cuál secreto?

 

–      El secreto de la felicidad. Yo soy la flama que guarda la fórmula para que la tristeza desaparezca del mundo. Basta con que me guardes en tus manos y me lleves a la superficie. Apenas el oxígeno me toque me expandiré por toda la Tierra, limpiándola de sufrimiento.

 

Jahid se quedó boquiabierto. No tenía razón para no creer lo que el diablo azul decía: después de todo, sólo él podía nadar en la arena. Además, estaba completamente seguro de que esto no era un sueño: en sus sueños se sentía feliz y liviano, y ahora no sentía más que una piedra en el estómago y la boca seca.

 

Se compuso un poco y pensó en las posibilidades de lo que podía lograr: su mamá dejaría de tener esa mirada perdida, por ejemplo. Acabaría la guerra en su país, tendría más compañeros en la escuela, los adultos no estarían enojados todo el tiempo. De pronto pensó en Milena, su compañera de penas, su oyente fiel. ¿La olvidaría si se volvía feliz? ¿Tendría de qué hablar con ella si todo eran risas y tranquilidad? ¿Lo extrañaría si dejaba de ir a comer con ella? ¿Qué tanto pueden sentir los animales?  El corazón le dolió, no podía imaginar dejar a su amiga incondicional. Él, que nunca había sido feliz, no podía confiar en el tipo de niño en que se convertiría. Se negaba a ser un traidor, a olvidar a su única amiga, a someterla a un dolor que quizá ella no pudiera comunicarle sólo porque no conocía las palabras.

 

Jahid salió corriendo de ahí y se sumergió de nuevo en el mar de arena, braceando con fuerza hacia la superficie, jurándose no volver a ejercer su don nunca más.

 

X

 

No te vas a despertar, lo sé. Prefieres morir a vivir con la aplastante certeza de la vejez. Te horroriza la idea de tener las piernas débiles, las manos temblorosas, la voz vuelta un susurro. Detrás de tu imagen de atlante invencible no está la valentía, sino el pavor a la ternura. ¿Por qué te negaste siempre a ser vulnerable? ¿Sabes el bien que nos habría hecho poder cuidar de ti, devolverte algo de esa protección que nos diste durante tantos años?

 

Me he alejado de la demasiada luz, me he intentado acercar más a otros elementos: ser el agua, el aire, a veces la tierra. ¿Es que existe alguien en el mundo que pueda aceptar la muerte de sus padres? ¿Un humano que no se sienta aterrado ante la idea de que desaparezcan quienes evitaron que se muriera todos esos años que fue un ser indefenso? ¿Qué dios perverso nos configuró a los humanos para ser incapaces de valernos por nosotros mismos durante más de una década entera? ¿Por qué somos los únicos animales con esa desventaja tan ominosa? Los cervatillos se pueden poner en pie a las horas de nacidos, los leones aprender a cazar cuando tienen meses, las tortugas saben dirigirse al mar apenas rompen su cascarón. Nosotros no somos capaces ni de cagar sin ayuda hasta después de los dos años. Tampoco de hablar, asearnos o alimentarnos. Todo el amor y la desesperación caben en esa falla evolutiva y por eso es imposible enfrentar la muerte de los padres con gracia. Es un evento que no sólo te reduce al niño que fuiste, sino que –por fin– te hermana con el animal al que envidias porque te supera en todos los aspectos. A este hito sólo puedes acudir salvajemente: aullando, balbuceando, gruñendo, con zarpazos y dentelladas. Nadie va a limpiarte la nariz, ni a secarte las lágrimas: habrás entrado en la orfandad, la soledad suprema.

 

Pienso en todos los nombres de las aves, los nombres de todas las aves, de los ríos, de las plantas, de las especies de animales que van desapareciendo poco a poco. ¿Por qué aceptamos vivir en un mundo en el que ya no existe el dodo, cierto pingüino, una especie de paloma? ¿Cómo ignorar el nudo en la garganta al nombrar algo que ya no es? ¿Qué hacer con toda la tristeza que cabe en una palabra que ya no se corresponde con algo que existe en el mundo material sino solo en el recuerdo, en la imaginación, en un libro? La palabra que nombra a un muerto cambia, imposible pronunciarla igual que antes. Sé que cuando mueras, no podré pronunciar tu nombre sin ponerme a llorar, y que para evitar las lágrimas diré colibrí, águila, cuervo…  



 

 

 

 

 

 

 

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