Adiós al ocio
- Gabriela Solis
- 3 abr 2019
- 4 Min. de lectura
Texto originalmente publicado en Think Tank New Media.
I
Revisamos cuál era la distancia hasta el Cenote Azul: siete kilómetros. Mario y yo decidimos caminarlos porque era un día nublado en Bacalar, porque no había prisa y por el simple gusto de andar. El agua quieta del Cenote refleja el cielo con tal fidelidad que es difícil distinguir una cosa de la otra. No sé cuántas horas nos quedamos ahí, pero deben haber sido muchas porque poco a poco se fueron las familias, los turistas y los grupos de excursión. Nos quedamos solos los dos, hipnotizados por esa agua tranquila y honda. Me sentía relajada y feliz, casi agradecida por estar en un lugar tan hermoso. Arrancarme del Cenote fue un triunfo de la voluntad.
II
–¿Cuántas horas se hacen a Tulum en camión?
–Tres. Sí nos da tiempo: salimos a las 7:45 AM, vamos a ver las ruinas, después unas horas a la playa y volvemos en el camión de las 6 PM.
–Va, hay que comprar manzanas y agua para llevarnos en el camión.
–Y dormirnos temprano hoy.
–Sí.
III
El recorrido por la Laguna de los Siete Colores dura dos horas. Nos bajamos a nadar en cada punto en el que se detuvo la lancha: otro Cenote donde los mayas sacrificaban vírgenes, una bahía por donde los piratas llegaron a Quintana Roo. Al principio, las chicas argentinas que compartían el tour con nosotros no querían bajar, pero tardaron poco en darse cuenta del despropósito de estar en un lugar así y no meterse hasta el cuello en él. Nos preguntaron si conocíamos Argentina y les contamos del viaje que hicimos hace seis años y de cómo no pudimos meternos a La Bombonera porque sólo los socios oficiales de Boca pueden entrar. Después nos quedamos toda la tarde en unas sillas frente a la laguna, contemplándola y bebiendo. Yo siempre quiero estar haciendo algo, quedarme quieta y relajarme me cuesta demasiado. Pero esta vez lo conseguí sin problemas, e intuyo por qué: el deseo –la esperanza– de que estas sean nuestras últimas vacaciones solos.

IV
Yo soy la primera sorprendida con mi deseo de ser madre. Desde la adolescencia juré que jamás querría hijos, y esa convicción se mantuvo hasta hace poco menos de un año. Los niños me desesperan, no tengo paciencia, quiero hacer cosas para mí: esas eran las razones públicas. Me aterra pensar en criar a un humano, la maternidad me parece algo presuntuoso, ¿y si mis hijos me odian?, ¿y si no puedo embarazarme?: esas eran las razones íntimas.
V
En mi primer trabajo, hace diez años, una gerente se enteró de que yo no quería tener hijos y me insistía con su historia una y otra vez: “Yo no fui madre por dedicarme por completo a mi carrera. Después me arrepentí mucho. Que no te pase lo mismo”. La detestaba por entrometida, por atreverse a sugerir qué era lo que me convenía, pero, sobre todo, por pensar que el trabajo era una prioridad. Desde siempre el trabajo ha sido algo tangencial para mí, un mal necesario: de algo tengo que emplearme para poder pagar la renta, comer y escribir. Escribir, eso es lo que importa.
Tengo dos borradores de novelas. La primera –cursi, ingenua, arrumbada bajo llave en un cajón virtual– se trata de una muchacha que desprecia a su madre y que aborta para salvarse y no convertirse en lo que odia. La segunda –que me gusta mucho y a la que por fin encontré la disciplina para volver a ella, corregir e intentar publicar– va de los siete pecados capitales, de la vanidad que entraña la maternidad y de la liberadora (y devastadora) posibilidad de que nadie pudiera engendrar más. La maternidad es el tema en común en ambas, como si a través de la escritura mi inconsciente me estuviera obligando a enfrentar aquello que me conflictúa.
VI
Entonces me atreví a pensar el tema fuera de la ficción. Tenía miedo: al fin y al cabo, había diseñado toda mi vida adulta alrededor de la idea permanente de no-maternidad. Pero cada vez más, el pecho se me inflamaba, lleno de emociones que exigían ser reconocidas. Lo mío no fue un llamado biológico, ni un útero palpitante: fue un estallido de amor, una necesidad de abrir un cauce para darle cabida a la felicidad que crece y me desborda. Estoy con el hombre que amo, un hombre para el que las palabras no me alcanzan y con quien no puedo parar de imaginar lo increíbles que seríamos criando a un niño juntos.
No idealizo la maternidad, como tampoco creo que deba ser prescriptiva ni el camino al que todas llegamos en algún punto. Es una decisión íntima que se toma desde las entrañas, y para la cual no valen consejos, recomendaciones, ni aprender en útero ajeno. Sólo hablo de mi propia experiencia: me ha embargado la ternura y estoy feliz con la idea de renunciar voluntariamente al ocio por algunos años.
VII
Sé que un viaje como el que acabamos de hacer Mario y yo no es posible con un hijo (no es sensato hacerlo caminar tanto, ponerlo en un viaje caprichoso de seis horas de camión, no atender su sueño o su hambre), pero no hay ningún sentimiento de pérdida en ello. Ese viaje no es viable, pero muchos otros sí: sólo imaginar las posibilidades me enchina la piel. Siento que ya amo a ese hijo que todavía no existe, y esa es la señal más clara que tengo para confirmar lo correcto de esta decisión. Quiero tener un hijo para que toda esta felicidad no se estanque, para que sea realidad y no sólo idea, para materializar un cariño que siento eterno. Quiero tener un hijo para que este amor monstruoso e inabarcable que ya siento por él o ella no me mate.
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