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Tanilo

  • Foto del escritor: Gabriela Solis
    Gabriela Solis
  • 25 abr 2018
  • 3 Min. de lectura

Cuento publicado en la revista Este País.


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Ahorita que está todo callado, acércate, ven; voy a contarte de esos días. ¿Cómo que cuáles? ¡Siempre me andas moleste y moleste con que te cuente y ‘ora te haces la que no sabe! Esos, los días en que puedo oír, clarísimo, las voces que me hablan en el aire. ¿Ya ves como sí sabes de qué días hablo? Órale; acércate. Es que no quiero hablar muy alto porque, ¿qué tal que me oyen? ¿Qué tal que, además de boca para hablarme, las voces tienen orejas para oírme? Nombre, tú habla sin pena, ¡pos si tú ni las escuchas! No es que vaya a decir algo malo, pero quiero contártelo a ti nomás. También quiero pedirte una cosa, pero eso después de que te cuente. No me insistas, primero quiero quitarme este peso de encima, por favor. Quiero hablar y con mi voz callar la suya. Lo malo es que a mí se me seca la boca o se me cansa la garganta y ellas hablan siempre, su palabra es eterna. No, no estoy triste, estoy cansado. Empezó siendo solo los lunes, a la hora de la siembra. Se levantaban con el sol, yo creo, porque apenas clareaba, empezaban las voces. Son como un suspiro, pero muy pesado. Cuando sopla el viento, siento que alguien me bisbisea en la oreja. Me asustaba mucho al principio, daba de manotazos como espantando moscas. Después entendí que así no podía hacer que se fueran. Pasaron tres meses antes de que se adueñaran de los martes también. Tengo que confesarte que lloré la primera vez que me fui a acostar un lunes y no se callaron. Un mes después, ya tenían tomados el miércoles y el jueves también. Pasó menos de una semana para que los dos días que faltaban también fueran invadidos por ellas. No, nunca las he escuchado en domingo, es mi único día de descanso. O más bien, es su único día de descanso, porque yo me la paso llorando. De desesperación, pues. De ya no poder oír a los pollos, ni a las vacas. Extraño el silencio. No, no tengo miedo, estoy cansado. Me gustaría repetirte lo que dicen, pero no puedo: no entiendo. Sé que son palabras que conozco, que bastaría que las dijeran un poquito más lento o un poquito más alto para que yo comprendiera. Es terrible; alargo la mano para agarrarlas, pero se me escapan siempre. A veces sueño que te quedas conmigo y que ya no escucho nada porque tú me besas con tu boca que es de carne de a de veras, aunque su color no lo tenga ninguna fruta del mundo. No llores, no te voy a pedir que te quedes conmigo. ¿Para qué? Ni la negrura de tus trenzas va a traer el silencio. No, no estoy fastidiado, estoy cansado. Pero también estoy un poco más tranquilo porque ya lo entendí: solo muriéndome voy a poder callar esas voces. Así que sécate las lágrimas y agarra una piedra, la más pesada que puedas cargar. Yo me voy a acostar, así, mira, y voy a cerrar los ojos. No llores, ni cuenta me voy a dar. Hay una cosa más que quiero pedirte: cuando me quede tieso, tieso, échame un puñito de tierra en cada oreja. No quiero arriesgarme a que las voces puedan traspasar la muerte. Estoy tan cansado…

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