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Kundera Kitsch

  • Foto del escritor: Gabriela Solis
    Gabriela Solis
  • 25 abr 2018
  • 5 Min. de lectura

Texto originalmente publicado en Think Tan New Media.


No es lo mismo leer a Milan Kundera a los 17 años que a los 30. O, en otras palabras, aceptar que ya no quieres tanto a un escritor que fue importante para ti también es un desencuentro amoroso. Hace poco releí La insoportable levedad del ser, novela que fue fundamental en la última etapa de mi adolescencia. Recuerdo el furor con el que la devoré por primera vez, la violenta emoción de ver puesta en palabras aquella dicotomía pesadez/levedad que es casi el letimotiv de la adolescencia. Encontré algo que escribí entonces –demasiado ingenuo y largo para ponerlo completo aquí– y uno de los párrafos dice así: “Por eso las cosas que pesan son tan importantes; porque dejan saber que somos seres que aún nos estamos forjando, que no hay nada dado, ningún imperativo a priori (¡nada de es muss sein!) y ningún “destino” inevitable que seguir. La duda, la angustia, son acompañantes inherentes a las decisiones, pero esas decisiones significan la capacidad de uno mismo de constituirse, el recordatorio de la libertad que uno tiene para ser quien quiere ser. Y si, la libertad es pesada por naturaleza, porque encarna responsabilidad… Pero ¿no es un peso necesario, vital? ¡Pobres de aquellos que nunca se angustian!”. Ahora es cuando podemos tomarnos todos de las manos y gritar juntos: ¡azotados del mundo, uníos!


En fin, que fue un reencuentro nada romántico, desnudo de la entrañable nostalgia con la que recordaba esa novela. Kundera mismo ejemplifica aquello que critica. Le dedica una parte importante de La insoportable… al kitsch, que es la banalización de los sentimientos o el despojarlos de complejidad, pero la novela misma es kitsch. Es imposible negar el melodramón que la envuelve toda: la mujer que se sabe engañada pero que ama demasiado para dejar a su pareja, el hombre infiel pero cuyo corazón en realidad sólo le pertenece a una, la femme fatale que al huir de sus amantes está huyendo de sí misma… Es una novela llena de clichés y lugares comunes, pero quizá por eso ha funcionado tan bien. Porque, al fin y al cabo, eso es el kitsch: los grandes patrones emocionales con los que se identifica toda la humanidad.  A la par de esa primera relectura, también retomé la primera parte de La inmortalidad y aunque a partir de aquí me divorcio del Kundera novelista (que no ensayista: ése ha sido mi otro descubrimiento, las joyas que hay entre sus ensayos), hubo algo interesante que me llamó la atención en este par de novelas.


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The Unbearable Lightness of Being, 1988.

Uno de los diferenciadores más importantes entre la cultura antigua y la moderna es el concepto de individuo. En las culturas antiguas, lo que imperaba y daba sentido al mundo era la comunidad. A partir de la modernidad, el mundo gira alrededor del individuo y se entiende a partir de este ser, quien es perfectamente diferenciado de quienes le rodean. La lucha era por eso: por alcanzar la propia definición, distinta a todos los que conocíamos. Pero la vida es cómica y sus ciclos evidencian ese humor. En la época actual, vivimos una cultura de masas donde el individuo es un concepto que no interesa porque no sirve para vender. Si vivimos, como es un hecho, en una sociedad de consumo donde el mercado es la regla primera entonces la lógica es que hay que buscar las características comunes al mayor grupo de personas posibles para definirlas como un “mercado meta” y poderles vender algo. Ahí está la ironía: luchamos para dejar de ser comunidad y hacernos individuos sólo para que el capitalismo nos hiciera perder el rostro de nuevo, volviéndonos masa. El kitsch es un mecanismo fundamental para esta operación: es más sencillo definir qué venderle a los distintos grupos de personas si podemos definir sus dos o tres rasgos emocionales fundamentales. Porque, aunque suene terrible y contradictorio, son precisamente aquello en lo que se basa el comercio para las masas. Y el capitalismo tardío lo entendió a la perfección: ¿por qué vender un producto destacando sus características funcionales y pragmáticas si puedes hacerlo apelando al estilo de vida, valores, sexualidad e ideología?


Kundera explora el tema de la individualidad tanto en la primera parte de La inmortalidad (titulada precisamente “El rostro”) como en La insoportable levedad del ser. A Agnes –la protagonista de la primera novela– le horroriza la multitud de rostros idénticos que mastican comida rápida con desgano, pero le parece igualmente intolerable la forma desesperada en que algunas personas necesitan afirmar su identidad. Los sueños más terribles de Teresa –la amante abnegada en La insoportable…– tratan de un ejército de mujeres desnudas con el cual ella marcha sin poder diferenciarse de ninguna de ellas. En esa idea, en la masificación, también reside su miedo más profundo: no ser única para Tomás, poder ser un cuerpo intercambiable como el resto de sus amantes. Ambas mujeres son un reflejo de la búsqueda más característica de nuestra época: la de la propia personalidad.


Y es que, aunque uno busque en etapas cruciales de la vida –la adolescencia, por ejemplo– el pertenecer a un grupo, saberse entre iguales, constatar que hay más gente que piensa y siente como nosotros, a medida que uno se vuelve adulto lo que importa es exactamente lo contrario. Es decir, poder definir qué es lo que nos diferencia de los demás, qué nos hace especiales, qué tengo yo que nadie más en el mundo tiene. Y esa es una búsqueda mucho más fundamental que la primera, ya que tiene que ver con la propia realización. No quiero parecerme a muchos, quiero ser todo aquello que únicamente yo podría ser.


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Milan Kundera

Aunque parezca que el individuo reina en el mundo de hoy, esto en realidad no es más que una treta mercadotécnica: hacerte creer que eres único, que este o aquel producto lo crearon expresamente para ti. Dice Agnes después de hojear una revista y haber contado 92 anuncios donde la imagen principal era un rostro: “¿Individualismo? ¿Qué tiene que ver con el individualismo la fotografía en el momento de la agonía? Eso, por el contrario, quiere decir que el individuo ya no se pertenece a sí mismo, que es del todo y por completo propiedad de los otros”. ¿Será por eso que Teresa, por su parte, busca irse al campo como última vía de salvación? No tanto para evitar que Tomás tenga amantes, sino para que en un lugar donde menos ojos extraños la persiguen, por fin pueda descubrir su verdadera alma detrás de esa máscara que es el rostro. Porque esa es otra arma del kitsch: la mirada externa que termina por definir al individuo, dictándole cómo debe pensar, lucir y sentir. Si todos tenemos estándares similares, se elimina la complejidad y se facilita la homogeneización necesaria para que acudamos en masa a comprar el fetiche de moda.


“Todos necesitamos que alguien nos mire”, dice Kundera en el apartado “La Gran Marcha” en La insoportable…, pero el tiempo puede estar probando que su afirmación es equivocada. En esta época de redes sociales y escaparates, donde nada es más sencillo que darle herramientas al mercado para encasillarte, lo que necesitamos es que esas miradas se alejen, aún si es sólo para comenzar a descubrir que no somos tan bellos ni ingeniosos ni inteligentes como nosotros mismos nos hacemos parecer ante el gran público.

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