Humano, (apenas) demasiado humano
- Gabriela Solis

- 31 dic 2018
- 3 Min. de lectura
Artículo publicado originalmente en Think Tank New Media.
Imaginar cómo serán las relaciones humanas en 50 años hace que me duela el estómago. Yo quisiera amar más a mi hermano el hombre que al enervante perfume de las flores, pero somos una especie que hace difícil ese noble propósito. Mi dilema permanente es obligarme a los beneficios de socializar –los cuales disfruto mucho una vez que ya estoy en ello– o pasarla increíblemente bien sola. Lo que al final del día me hace decidir salir y convivir es el afecto que siento por los amigos que armaron un plan y cuya invitación a ser parte de él es una muestra de cariño que sería mezquino rechazar.
Pero forjar esa proximidad, interesarse por la vida de alguien y hacerse cargo de las pequeñas labores que son necesarias para mantener una amistad son cosas que toman tiempo: pasar de la indiferencia automática al cariño es un proceso que tarda. Mi dolor de estómago radica en que creo que la tecnología eventualmente nos convertirá en seres sin rasgo de esa arcaica habilidad que es la paciencia. Y saber esperar es absolutamente necesario para vencer la tentación de desentendernos del mundo.
Si hoy reinan medios donde lo efímero –Snapchat, Instagram stories– y lo brevísimo –Twitter– son ley, imagino (temo) que en 2068 la velocidad y futilidad de las interacciones trastocarán no sólo nuestra concepción del tiempo (¿qué significarán palabras como “rápido” o “pronto”?) sino nuestra capacidad de relacionarnos. La posibilidad de interactuar desde las redes sociales siempre entrañó un atractivo perverso, pues son más un escaparate que una ventana, son una petición: dime quién quieres que sea. Algo tan personal como la construcción de la propia identidad se sustenta en una necesidad de satisfacer expectativas externas.

Nuestro cuerpo material
Aun así, creo que esa distopía no ha explotado porque todavía hay muchas instancias que requieren la más pedestre interacción humana: ir a la escuela, trabajar en una oficina, convivir en algún cumpleaños. ¿Y si eso deja de ser necesario en 50 años? Con la eficiencia como valor supremo, podría imponerse un sistema en el cual las relaciones humanas –y todas las dificultades intrínsecas que conllevan– se reduzcan al mínimo. Es el sueño dorado del capitalismo: eliminar en la mayor cantidad de instancias posibles algo tan falible como los humanos, quienes se equivocan, tienen malentendidos, hacen trampa y no siempre son sinceros.
Pero nuestra humanidad radica precisamente en poder aprender a identificar esos rasgos, a interactuar a pesar de ellos y a sopesar las situaciones donde se presenten, tomando en cuenta matices e intenciones que una máquina que se rige por inteligencia artificial es incapaz de detectar. Eagleton parafraseando a Marx lo explica mejor: “Debido a la naturaleza de nuestro cuerpo material, somos animales trabajadores, sociables, sexuales, comunicativos y expresivos que nos necesitamos mutuamente para sobrevivir, pero que, además, hallamos un sentimiento de realización en esa camaradería, más allá de su utilidad social.”
Algunos podrán decir que mi imaginación está mal calibrada, pues en 2068 será más fácil que nunca servirnos de la tecnología para potenciar la comunicación. Sin embargo, parece que cuanto más accesibles y plurales son los medios de expresión, menos cosas se tiene por decir; cuanto más se subraya la subjetividad, más anónimo y vacío es el efecto. Es decir, hoy en día en Internet y particularmente en las redes sociales, el acto de comunicación per se tiene primacía sobre lo comunicado. Hay una indiferencia por qué se comunica, aunada a una apremiante necesidad de decir. Pero, ¿a quién, por qué? Es la comunicación sin objetivo ni público, el emisor convertido en el principal receptor, el caracol pegado a la oreja que no nos regresa el sonido del mar, sino de nuestra propia voz.
Me niego a abanderar la teoría de la maldad intrínseca de las máquinas y caer en el cliché acrítico de que la tecnología deshumaniza. Pero quizá la realidad que descubre esa negativa sea peor: el potencial de muchos medios, apps y escenarios de interacción virtual ha sido maltrecho por nosotros. Estamos ávidos de echar mano de cualquier cosa que nos aleje de una interacción más real y compleja. La lógica del capitalismo –crear sus propias crisis para reinventarse en una nueva versión cada vez más feroz– me da cierto consuelo apocalíptico: si nuestros grandes inventos crecen y maduran hasta anularse, 50 años quizá sean suficientes para que la virtualidad acabe por mostrar la falacia que es pensar que se puede forjar una relación humana profunda si no es a través de la interacción en persona, el cuerpo y sus lenguajes únicos.



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