El fastidio del cuerpo
- Gabriela Solis

- 25 abr 2018
- 5 Min. de lectura
Vuelvo a apartar la cortina para echar un vistazo que quiere ser discreto pero no puede sino ser desesperado. Nada, su silueta sigue sin aparecer. Suelto la cortina y ésta vuelve a acomodarse suave y sedosa, olvidando de inmediato el sudor de mis manos que la apresaron. La envidio. Yo no soy dócil ni espontánea; si alguien me estrujara –aún si sólo fuera por unos segundos, como yo a la cortina–, mi cuerpo guardaría por horas las marcas de aquellas manos y me quedaría rígida. No tengo esa gracia de las mujeres que se ríen y después se acomodan el cabello, luciendo naturales y tranquilas. Yo reía como si tuviera hipo: entrecortada y nerviosamente. La conciencia de cómo suena mi risa me ha llevado a evitarle a la gente la tortura de escucharla y a mí el bochorno de ver sus muecas de burla. Me he entrenado con tal disciplina que desde hace un par de años no encuentro motivo alguno que me provoque reír. He dominado ese ulular de hiena.
Una punzada en la espalda me obliga a cambiar mi incómoda posición de centinela. Me recargo en el respaldo e intento relajarme, pensar en otra cosa que no sea buscarla. Pero mi mente es una madre severa y todos sus juegos son hijos ansiosos. ¿Vuelvo a contar cuánto aguanto esta vez antes de que la necesidad de mirar por la ventana me sobrepase? No, eso sólo me pone más nerviosa. Además, cada vez aguanto menos: 30 segundos la penúltima ocasión que conté, 20 la última. Me paro a caminar, no puedo estar tanto tiempo quieta. Mis ojos saltan de un objeto a otro, intentan reconocer alguna señal que ella hubiera dejado por ahí. Miro los cuadros que tienen dibujos a lápiz. El de la anciana que se observa las manos lo hice yo; el de la fuente lo hizo ella. Aunque las diferencias son notables –el mío tiene mucho más técnica y un mejor manejo de las sombras–, a la gente siempre le gustó más el de la fuente. Un día lo escondí y le hice creer que lo había roto y tirado a la basura. Semanas después, cuando dejó de llorar y lamentarse, lo saqué de su escondite y lo volví a colgar en la pared. Ninguna de las dos dijo una sola palabra.

Sigo caminando y mis ojos ahora se detienen en la alacena. Es claro cuál es mi lado y cuál el suyo. Ella disfrutaba con los placeres vulgares y no hay ninguno peor que la comida. Su mitad del mueble huele a azúcar, pero no es un olor agradable. Pienso en todas las veces que tuve que tirar frutas que se podrían porque ella había decidido ausentarse de pronto, dejando montones de comida que yo no tocaría. Apenas puedo aguantar una arcada al recordar el hedor insoportablemente dulce de guayabas fermentadas. Mi lado, en cambio, refleja la evolución del asco que le tomé a la comida. Empezaron por repugnarme las texturas y dejé de comer todo lo que fuera pastoso, blando o gelatinoso. Después, los sabores: todo lo dulce me parecía intolerable y ya no aguantaba nada picoso. Por último, hasta los colores me repelían: ver en el puesto de frutas los amarillos mezclados con los rojos, naranjas y verdes me quitaba cualquier rastro de apetito. Así que había terminado optando por comer sólo semillas y algunas raíces: no olían, su color café era inofensivo y la mayoría de ellas resultaban más bien insípidas. En realidad, las comía sólo para no desaparecer por completo. Es el fastidio del cuerpo: tener que alimentarlo, hidratarlo, limpiarlo… Por no mencionar los cuidados que van más allá de lo básico: procurar una buena figura, hacer ejercicio, cuidarse la piel, blanquear los dientes, abrillantar el cabello. Hace mucho que no me preocupo por todo lo secundario, sin embargo, tampoco me he atrevido a acabar con la monserga de una vez por todas.
Avanzo un poco más. Llego a una pared sucia y desnuda donde sólo están los huecos blancos dejados por los marcos que alguna vez la adornaron. Me concentro para recordar qué fotografías había ahí. Sé que no es bueno, que por algo las quitamos, pero todo lo que la memoria necesita es una grieta de luz para penetrar por ella como un tren. Entonces las imágenes aparecen nítidas, casi dolorosas. Una de las fotografías la tomamos durante una cena de Año Nuevo que hicimos con nuestros amigos. Había diez o doce personas sentadas a la mesa, ella aparecía en primer plano y todos estaban con un ataque de risa. ¡Qué furia recordarlo! Yo tomé la foto para mostrarles lo grotescos que se veían y resultó que a todos les encantó la naturalidad del momento. Ella había hecho alguna broma de esas que le salían tan bien, que encantaban a la gente y los hacía estallar en carcajadas. Pablo salía con la mandíbula casi desencajada de tanto reírse, Marcela se agarraba la panza con ambas manos, Lula se tapaba la boca con una servilleta de tela, intentando no escupir, y ella… Ella lucía esa sonrisa amplia que le llenaba la cara y se limpiaba con el dorso del dedo índice las lágrimas que le había provocado la risa, esa risa torpe e interrumpida que hacía reír aún más a todos. Reír hasta el dolor, reír hasta escupir, reír hasta el llanto: ¡todos se veían como unos asnos! La otra fotografía era de ella en la playa con Mauro. El paisaje era cursi y común hasta el hartazgo: ambos posaban frente al mar mientras el sol se ponía. Mauro la tenía abrazada por la cadera y sus dedos se asomaban por la pierna izquierda de ella. Se veían felices. Mauro, Mauro, ¿a dónde te habrás ido cuando ella te largó? Por un momento siento la grieta de luz ensancharse y clausuro el recuerdo antes de que el tren de la memoria se descarrile. Mejor ocuparse en preguntas prácticas que sí importa contestar: ¿qué le hicimos a las fotos? ¿Dónde las pusim…? La respuesta son los vidrios que se me entierran en los pies. Esas fotografías no fueron descolgadas y puestas en un cajón; alguien las tiró de la pared con un manotazo. ¿Ella, yo?
Me resisto a agacharme y sacarme los vidrios. Hacerlo significaría mirar y tocar mi cuerpo, enfrentarme a la venganza del tiempo. Aprieto los ojos y la boca: como la risa, también he aprendido a ahogar las lágrimas y los gritos. No quiero, no miraré esas arrugas que he evadido a fuerza de romper espejos, de sumirme en la obscuridad y alejarme de la gente. Sé, en el fondo de mi conciencia, que estoy vieja, pero no tengo porque confirmarlo. Prefiero aferrarme a la posibilidad de que el tiempo se haya admirado de mis esfuerzos para evadirlo y haya decidido pasarme de largo. A lo mejor sigo teniendo destellos amarillos en mis ojos verdes, quizá mis nalgas aún sean redondas y firmes, tal vez todavía pueda dibujar fuentes llenas de agua fresca y llamar a los amigos con los que solía reír hasta las lágrimas… Pero quizá no. Atreverme al espejo es dejar que exista esa posibilidad negativa y necesito la flaca esperanza de la duda. Ya no me duelen los pies, pero sí la cabeza. Siempre me punza cuando me distraigo y me enredo en reflexiones estúpidas. Eso me pasa por desocupar mi mente, por dejar que los recuerdos la habiten, por perder la cuenta, los números, los segundos, los… Corro hacia la ventana, asustada al pensar cuánto tiempo habrá pasado desde mi último vistazo. Temblando, descorro la cortina de nuevo. ¿Dónde andará aquella y por qué insisto en buscarla afuera?



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