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Cómo soportar el ruido de las cosas

  • Foto del escritor: Gabriela Solis
    Gabriela Solis
  • 25 abr 2018
  • 6 Min. de lectura

El médico le había advertido que era probable que tuviera náuseas. De rodillas frente al escusado, sintió un nuevo tirón del estómago y luchó por retener una arcada. Cerró los ojos y se concentró en su respiración: inhaló profundamente y tuvo un segundo de placer que no parecía provenir de ningún lado. Exhaló. Estaba por inhalar de nuevo cuando su celular sonó, avisándole que tenía un nuevo mensaje. Era su jefe, preguntando si pensaba tardarse mucho más porque la junta no podía continuar sin alguien que tomara la minuta. El bienestar que se había comenzado a instalar en su cuerpo la abandonó y esta vez no pudo evitar el vómito.


Con las piernas temblando y los ojos llorosos por el esfuerzo, caminó hacia la sala de juntas. Entró disculpándose, ensayando una sonrisa que no conseguía ser natural. Nadie le hizo mucho caso de cualquier forma; apenas si levantaron los ojos de sus teléfonos cuando la puerta se abrió. Volvió a tomar su lugar e intentó concentrarse en la computadora, pero ya no pudo ignorar su malestar. La noche le crecía en las entrañas. Podía sentir cómo la obscuridad se gestaba dentro de ella; era el hijo que se empeña en nacer, aunque la madre se niegue a dar a luz por terror a ser desgarrada. Tenía miedo, no quería parir, sabía que si dejaba nacer a la noche que la habitaba, ésta sería inmensa e incontrolable y la ahogaría.


Recordaba poco de cómo era su vida antes de la clínica. La rehabilitación, además de haber desterrado maravillosas sensaciones de su cuerpo, había arrancado la mayoría de sus recuerdos también. Ni siquiera podía decir con exactitud cómo se había “recuperado” –todos insistían en utilizar esa palabra– y constantemente sospechaba que esa falta de recuerdos no era sino su instinto de supervivencia imponiéndose. A pesar de no tener recuerdos claros, sentía una gran nostalgia. Era una tristeza seca, un sentimiento hondo pero vacío, sin memorias que maldecir ni dios al cual rezarle. A veces recordaba con el cuerpo sensaciones que había experimentado cuando todavía no iba a la clínica. Sentía una calidez indefinible; no como la del sol o la de un abrazo, sino un calor que nace dentro y va irradiando todos los puntos del cuerpo. Se llenaba de una paz que la mecía tranquilamente por un segundo, uno solo, durante el cual tenía que cerrar los ojos pues la mucha luz la deslumbraba. Y después, casi de inmediato, todo volvía a ser cubículos, pasillos y trajes sastres: todo monótono, de un gris mortal. No se acostumbraba a estar así, extrañando sensaciones imprecisas pero de las cuales su cuerpo tenía memoria.


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Upstream Color, 2013.

Se supone que debía agradecerles. Recordaba bien el día que le dieron la noticia: fue el último que pasó en la clínica. Salió del recinto ojerosa y flaca, y tuvo que tallarse los ojos para asegurarse de que las siluetas que veía en el jardín no eran una alucinación. El jardín que estaba a la entrada del edificio era casi una selva, un Edén salvaje y aterrador, y a ella siempre le había parecido un presagio de los peligros que entraña el mundo fuera de las paredes de la clínica. Se alegró de sentir temor ante el misterio de esa selva reencontrada. En la clínica todo era rutinario y controlado, jamás había un sobresalto ni un imprevisto y ella se había acostumbrado a esa calma pastosa, pensando que le habían extirpado la capacidad de sentir. Se sintió feliz de que no fuera así. Las figuras paradas en medio del jardín se acercaron lentamente a ella: eran sus padres. Su madre, arreglada como para una fiesta, no pudo esconder un gesto de repulsión al ver su desmejorada figura y no la abrazó: se limitó a sonreír y a enredar nerviosamente sus dedos en el collar de perlas que colgaba de su cuello. Su padre le dio una rápida palmadita en la espalda y empezó su verborrea: le habían conseguido trabajo en una de las multinacionales más importantes. Tenía 25,000 empleados en el país, le dijo. Al oír ese dato, ella sintió vértigo y un intenso deseo de no querer conocer a ninguna de esas personas. Que nunca se acercaran a ella, que siguieran siendo un número, deseó. Ahora tenía que subir todas las mañanas hasta el corporativo. Empujar las cobijas, empujar los cuerpos sudados en el transporte público, empujar a sus compañeros de trabajo que la asediaban con hipócritas saludos; empujar, empujar, empujar hasta llegar a la cima.


Una mujer montada en unos inmensos tacones se puso de pie y dio por terminada la junta. La observó con detenimiento: a pesar de que habían estado cinco horas discutiendo en una oficina, la mujer se veía radiante. Sonreía y dejaba ver sus dientes: perfectos, igual que su piel. Alcanzó a escuchar que estaba haciendo planes con otros hombres presentes en la junta para ir por unos tragos en cuanto salieran del edificio. Se arreglaba el cabello, coqueteaba y se reía animosamente. Se desmoronó al compararse con ella: estaba agotada, con el maquillaje corrido por el calor que le provocaban los montones de focos en la sala de juntas, le pesaban los párpados y la idea de hacer cualquier cosa que no fuera huir a su cama saliendo de ahí, le parecía imposible. Ella había sido esa mujer una vez. Ella se había sentido así, invencible y vigorosa, antes de la rehabilitación. Ahora sólo era un cadáver que caminaba, pero que no podía sentir nada más que asco y cansancio, un terrible cansancio. Entendió de golpe que extrañaba sentirse viva.


Esa noche salió de la oficina resuelta a suicidarse. Su mente era un caudaloso mar de hastío y sus pensamientos pesaban demasiado. Ni siquiera creía que fueran pensamientos ya; su cabeza no era sino un amasijo de gritos agudos y sonidos guturales que se disputaban el reino de sus oídos. Era una lucha cuyo final no se veía cerca y se negaba a vivir con ese aturdimiento vital. Sintió que estaba a punto de convertirse en un animal enloquecido. Le asustó confirmar esa sospecha al darse cuenta de que tenía deseos propios de las bestias. Quería descalzarse y recorrer una distancia que la agotara; caminar hasta arder, hasta que la sed la encegueciera y entonces encontrar una cueva húmeda, obscura y cobijarse en un silencio rey.


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Upstream Color, 2013.

Mientras caminaba hacia el puente del cual había decidido arrojarse, lloraba. Sentía pena por la vida, que estaba tan lejos y que ya no podía amar. La conciencia de que la plenitud era algo que acarició una vez y que le arrebataron era insoportable. Maldijo el mundo y su lógica; esas manecillas de reloj frente a las cuales siempre había caminado en sentido contrario. Cuando había sido dichosa, todos parecieron asustarse y no tardaron en crucificarla, dispuestos a limpiar hasta el último gramo de alegría de su cuerpo. Ahora jugaba bajo sus reglas y en su terreno árido de tan limpio, y donde se supone que debía encontrar satisfacción, sólo había ganas de morirse. Se detuvo un momento, abrió su bolsa y sacó el celular. Sus dedos marcaron un número que su memoria había olvidado. En cuanto escuchó la voz ronca del otro lado de la línea, fue como si enchufaran un cable. Supo exactamente qué decir: contraseñas y claves habían emergido de la profundidad de su cabeza como en una gloriosa inundación. No dudó en su encargo: recordaba bien la fórmula del bienestar, cantidades y precio. Pidió.


Tardó veinte minutos en llegar. Lo citó en el puente y mientras lo esperaba, contempló hipnotizada el río blanco y rojo que formaban las luces de los autos. Cuando llegó, la miró de arriba abajo, sorprendido, y se burló de su atuendo formal. Ella esperó a que terminaran las bromas sobre sobre su saco y sus tacones y sintió la primera punzada de felicidad al pagarle con dinero que había ganado en su trabajo. Lo largó y se encaminó hacia un bar que solía frecuentar. Una vez más, su mente no recordaba la dirección, pero se dejó guiar por sus pies, que sí recordaban el camino y estaban dichosos de volver a andarlo.


Bajó las escaleras hasta la entrada y se sentó en la que por muchos años fue su mesa. Ya no lloraba; sonreía. Había encontrado –reencontrado– la cueva y no era obscura; su luz la abrazaba, como a la hija que vuelve del fango hecha cisne, fundiendo blanco con blanco. Inhaló y esa blancura se instaló en su mente, despejándola y cubriendo todo de una claridad nívea. Todavía caminaba contra las manecillas del reloj, pero la noche boca abajo resultaba un día cristalino. Sintió una paz que la embriagaba y se arrodilló. Nadie en el bar la observaba; todos estaban concentrados en tareas similares. Poco a poco fue estirando su cuerpo hasta quedar acostada. Se acurrucó, cálida y tranquila, en esa luz del subsuelo. Contuvo la respiración y escuchó atenta. Sintió unas ganas enormes de llorar: había regresado el silencio.

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