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Una niña está perdida en su siglo en busca de su padre

  • Foto del escritor: Gabriela Solis
    Gabriela Solis
  • 31 dic 2018
  • 2 Min. de lectura

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¿Qué pasa cuando el cuerpo nos falla? Esa es una de las pregunta que Tavares se hace a través de su obra. Es el hilo conductor “Jerusalén” (la locura y la deformidad), “Aprender a rezar en la era de la técnica”(el cáncer y la pérdida de la memoria) y también de este libro. Hanna, una niña con Síndrome de Down, está perdida y se encuentra con Marius, un hombre que huye. Las limitaciones intelectuales de Hanna no causan lástima, sino envidia. Es un ser que no tiene forma de enterarse de la crueldad del mundo; vive en un olvido dichoso y su bondad idiota devela la perversidad de quienes la rodean. El mal y la memoria son obsesiones del autor que también aparecen en el libro, y la manera original que encuentra para tratar estos temas sin caer en lugares comunes es sorprendente. Plantea, por ejemplo, que las pequeñas tareas mecánicas y repetitivas –y no las grandes ideas intelectuales– son la salvación del mundo. La cadencia, concentración y aislamiento requeridos envuelven dichas tareas en un aire místico, que obligadamente aleja a los ejecutantes de los grandes acontecimientos del siglo, proveyéndoles una paz privada, minúscula pero suficiente. La forma fragmentaria de la novela la hace veloz y convulsa, como es nuestro siglo, y el lector padece con Marius el frenesí y la frustración de vivir en tiempos así. La luz al final del túnel propuesta en esta novela es demencial y esperanzadora: debajo de toda esta locura, está nuestro instinto de conservación, la intuición del mundo, el inconsciente colectivo. Y un día, sin planearlo, esos mecanismos se activarán y saldremos en masa a la calle a reclamar la abolición de las formas indignas del mundo.

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