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La invención de Morel

  • Foto del escritor: Gabriela Solis
    Gabriela Solis
  • 11 jul 2019
  • 2 Min. de lectura

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¿Toda narración es pretexto para una historia de amor? Esta pregunta suena más cursi de lo que realmente es, pero fue mi segunda reacción al terminar “La invención de Morel”. Mucho se ha dicho sobre cómo esta novela se adelantó décadas a la idea de realidad virtual, pero francamente eso es lo menos interesante del libro (al menos para una lectora en 2019, harta de la omnipresencia de la tecnología). Bastante más interesantes son los dilemas del protagonista, por ejemplo, su falso deseo de aislamiento. El fugitivo –es hermoso que nunca sepamos su nombre: es cualquier hombre, es todos los hombres– dice ansiar la soledad, pero bien pronto se impone la necesidad de contacto: comienza a escribir (¿para qué hipotético lector?), a rondar a los extraños que habitan la isla, a enamorarse, a fabricar un rival de amores. No interactuar con nadie es la locura, la insoportable posibilidad de no existir. El fugitivo termina cifrando la razón de su vida en el amor que siente por la fantasmagórica presencia de una mujer. Es el deseo de estar con ella lo que lo lleva a volverse inventor él también, a descubrir e idear lo que sea necesario para lograr lo más cercano a una coexistencia con Faustine, aún a costa de su propia vida. Mi segunda reacción a la novela ya la conté, la primera fue conmoverme por el ruego que son las últimas cinco líneas del libro: “Al hombre que basándose en este informe invente una máquina capaz de reunir las presencias disgregadas, haré una súplica. Búsquenos a Faustine y a mí, hágame entrar en el cielo de la conciencia de Faustine. Será un acto piadoso”.

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