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La conjura de los necios

  • Foto del escritor: Gabriela Solis
    Gabriela Solis
  • 6 dic 2019
  • 2 Min. de lectura

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Que alguien se jacte de tener una inteligencia superior es un indicio seguro de que quien presume de ello es en realidad un imbécil (el universo Twitter confirma este punto a diario). Así es Ignatius Reilly, un hombre obeso de dudosos hábitos higiénicos que parasita a su madre para vivir y escribir unos cuadernos donde se lamenta del estado de la sociedad actual. Ignatius está deliciosamente apartado de la realidad por su megalomanía, convencido de ser un dechado de decencia y buen gusto y un entendido de la teología y la geometría. Cuando su madre le obliga a buscar trabajo empieza el choque entre la abstracción y la vida real. Ignatius pasa por varias aventuras que no hacen más que revelar su ineptitud, pero a las cuales siempre les da la vuelta con discursos que se basan en la idea de que él es un genio incomprendido que el mundo no merece. Por ejemplo, cuando consigue un trabajo como vendedor de hot-dogs y su jefe lo despide, se justifica así: “La grandeza de mi psique, la complejidad de mi visión del mundo, la decencia y el buen gusto que revela mi porte, la gracia con que me muevo y actúo en el cenagal del mundo de hoy… todo esto confunde y asombra al mismo tiempo”. “La conjura de los necios” es una sátira de esos intelectuales engrandecidos que se piensan necesarios y únicos y que en realidad no son ni siquiera útiles, porque cuando los sacan de la torre de cristal y los ponen en el mundo no saben funcionar y sólo estorban. Lo que revela es duro: toda esa supuesta brillantez (porque Ignatius no es realmente inteligente, sólo es pedante) es sólo un escudo para protegerse de su incapacidad para crear y mantener relaciones significativas con los otros. Por eso la escena final es esperanzadora: Ignatius, a quien su madre ha decidido enviar al psiquiátrico, es rescatado por una antigua novia y en el carro, sentado tras de ella, toma su cabello y lo besa. Es la primera vez que Ignatius, que aborrece el contacto físico, toca con ternura a otra persona, humanizándose él mismo con este gesto.

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