El diablo
- Gabriela Solis

- 23 oct 2019
- 2 Min. de lectura

La infancia rememorada puede ser un territorio de extremos: o se la equipara con la felicidad irrecuperable –adultos Peter Pan que darían lo que fuera por volver a ser críos–, o se la acusa de ser la época donde se crearon todos los traumas y fallos que nos llevaron a ser adultos insatisfechos. Este libro, que contiene seis relatos de la infancia de Tsvietáieva, tiene el gran mérito de no caer en ninguna de esas exageraciones. Quizá porque está escrito desde la óptica del presente permanente en que viven los chiquillos: no narra Marina adulta, sino Marina niña. Y lo hace con asombro e inocencia, pero también con esa maldad y agudeza infantil por la que no le damos crédito suficiente a los niños. Así, asistimos al sufrimiento tierno de una niña espabilada que desde muy temprano supo que su vocación era la poesía, pero cuya madre quería hacerla pianista a fuerza; que le escribía versos al Diablo, quien fue su primer amor; que siente una incomprensible fascinación ante las primeras veces que experimenta la religión, la muerte, el amor y la admiración. El mejor relato es “La casa del viejo Pimen”, donde Marina reflexiona sobre su familia y, especialmente, sobre las mujeres jóvenes que sacrifican su ardor y belleza por la estabilidad del matrimonio, y que después, inconscientemente, se desquitarán con sus hijas, a quienes no dejarán ser felices porque ellas no pudieron serlo. . . . “Y es así como surge subconscientemente la venganza contra las hijas por la propia vida desperdiciada. Alexandra devoraba la infancia de sus hijas. No, no la devoraba. No se alimentaba de sus jugos porque entonces esos jugos le habrían sido de provecho, lo que no sucedía. Ella las apretaba con su mano de hierro, no los dejaba moverse, para que sus retoños femeninos tampoco fueran felices. Es un envejecimiento distinto el que se alimenta junto a la juventud de las hijas, éste pesaba sobre ellas como una losa sepulcral. Yo me he asfixiado, entonces tú tampoco debes respirar”.



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