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Casas vacías

  • Foto del escritor: Gabriela Solis
    Gabriela Solis
  • 31 dic 2019
  • 2 Min. de lectura

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La intensidad de los sentimientos que genera la maternidad es una mera suposición para cualquiera que no sea(mos) madre. No creo que haya evento vital que siquiera se acerque a lo que significa gestar una vida y ser responsable de un humano, su supervivencia, su estar en el mundo, ¿su felicidad? Esto no es un juicio moral, no creo que la maternidad sea un imperativo ni que automáticamente revista de bondad y virtud a quien la elige. El gran acierto de “Casas vacías” es justo ése: no hacer juicios morales sobre la maternidad en una novela que trata sobre ésta.


Dos historias se entrelazan: la mujer que en realidad no quería ser madre y la que lo deseaba intensamente pero no podía serlo. Cada personaje toma malas decisiones irreversibles y el texto es un intento de desentrañar las razones que las llevaron al punto de no retorno. Parece que la pregunta no es si se puede vivir con las consecuencias de esas decisiones, sino si se debe vivir con ellas. Ese cambio (poder por deber) es transgresor, pues sugiere que la vida puede continuar a pesar de la autoflagelación, que una tragedia puede de hecho ser el evento que devuelve a ambas protagonistas a un camino que sienten que debió haber sido el suyo, pero del cual fueron alejadas por las circunstancias. El Apocalipsis como ocasión de reconstrucción.


Mucho más poder narrativo tiene la prosa de la segunda mujer, la que vive en la marginación sin poder ser madre. Narra desde la acción: la vida y su paso imposible de detener se imponen, y no hay mucho tiempo más que para actuar. En cambio, la prosa de la mujer burguesa con un hijo autista, parece tener la intención de ser deliberadamente literaria y eso aleja al lector. Quién sabe si es intencional, pero la lectura que se puede extraer de esto también es interesante: el tiempo libre que tiene la clase media para reflexionar sobre sus propias tragedias las diluye.

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