Ausencio
- Gabriela Solis

- 31 dic 2018
- 2 Min. de lectura

¿Quién no se ha descubierto imitando los peores rasgos de sus padres? Es la (irónica) ley de vida: aquello de lo que tratas de alejarte con más fervor probablemente tenga raíces echadas en ti, así que no importa qué tan lejos te vayas o lo rápido que corras. De esa condena a replicar lo que odiamos se trata “Ausencio”. El nombre de la novela es también el del padre del protagonista. Arturo es un joven oaxaqueño que vive en la Ciudad de México pero regresa a su pueblo para el entierro de su padre, quien murió ahogado con su vómito y su sangre durante una borrachera. El desprecio que Arturo siente por Ausencio es palpable: no es un odio violento, sino macerado, uno que se ha ido acumulado silenciosamente por años. Es un rencor por la ausencia paterna, por las prioridades revueltas donde los hijos nunca figuraron, por la vergüenza de tener un padre alcohólico que vive haciendo el ridículo. Arturo racionaliza su duelo: no le llora a su padre ni sufre por su muerte. Pero intentar reprimir una sombra no la borra, sólo hace que busque otro punto de escape. Casi involuntariamente, Arturo empieza a beber, como si al repetir los pasos de su padre alcohólico pudiera evocarlo para confrontarlo y/o perdonarlo. De manera hipnótica, la novela comienza a volverse un delirio en donde no podemos distinguir con claridad la realidad del mundo de alucinaciones provocadas por el alcohol. El lector se vuelve Arturo, comparte su desesperación y la mente obnubilada del que está ebrio. Descendemos también a ese mundo de espíritus y todo parece tan elocuente –como la lógica propia que tienen los sueños– que pensar que quizá Arturo y nosotros hemos muerto es una posibilidad difuminada. El Padre es mi tema literario favorito, siempre lo digo, y “Ausencio” se inscribe con todo mérito en la tradición de las novelas que se atreven a enfrentársele a semejante figura arquetípica.



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